ANTONI GAUDÍ
Nació
el 25 de julio de 1852 en Reus, España, y fue bautizado con el nombre Antón
Plácido Guillem. Fue el quinto y último hijo de una familia humilde en la que
el padre era fabricante de calderos de Reus. De él heredó la tradición
artesanal. Comenzó sus estudios de arquitectura en la Escuela Superior de
Arquitectura de Barcelona y aunque allí no demostró ser un buen estudiante
obtuvo su diploma en 1878.Falleció en Barcelona el 7 de junio de 1926
atropellado por un tranvía.
Arquitecto
español máximo representante del modernismo y uno de los principales pioneros
de las vanguardias artísticas del siglo XX. El templo de la Sagrada Familia fue
la obra que ocupó toda su vida y que se consideró su principal realización
artística, a pesar de que quedó inconclusa y sin un proyecto bien definido.
Sus
únicos viajes fueron una visita de estudios a Mallorca y a Carcasona, apenas
conseguido el título (1878); una rápida excursión por Andalucía y Marruecos
—llevado allí por un cliente— en 1887; retornos a Palma para la restauración de
su catedral entre 1902 y 1904, y una breve estancia en los Pirineos para
curarse de las fiebres de Malta en 1911.
El
proceso artístico de Gaudí evoluciona en fases que se pueden distinguir
cronológicamente: una vez finalizados sus estudios en la Escuela Provincial de
Arquitectura, realiza sus primeros proyectos en un estilo victoriano, cuya
característica más evidente es la contraposición entre las masas geometricas y
las superficies, en las que la exuberante decoración se obtiene mediante el
empleo de distintos materiales: piedra, ladrillo, mayólica y acero.
Al
entrar en la escuela de Arquitectura Gaudí no acepta el academicismo, la
estricta copia de los estilos del pasado, y encuentra ciertas dificultades para
pasar los exámenes. Sin embargo, se interesa por el pasado histórico de su
patria, por la filosofía y el humanismo y asiste a las conferencias que Pau
Milá i Fontanals dicta en el Ateneu barcelonés en defensa de la arquitectura
gótica.
Con
el Centre Cátala d’Excursions Cienttfiques viaja por el sur de
Francia. En Toulouse puede ver la reconstrucción que Viollet-le-Duc, uno de los
arquitectos a quien más admira, lleva a cabo en Saint-Sernin. Pero al parecer,
el espíritu del arquitecto francés, su acentuación de las líneas, su cromatismo
no gustan a Antoni Gaudí, que cree que más que
reconstruir, Viollet-le-Duc caricaturiza el arte medieval.
Durante
los últimos años de su carrera, Gaudí colabora con numerosos arquitectos
barceloneses. Parece, sin embargo, un tanto dudosa su supuesta participación en
el proyecto del camerín de la Virgen de Montserrat, llevado a cabo por
Francisco P. del Villar, e incluso en las obras de la cascada del parque de la
Ciudadela, dirigidas por José Fontseré. No ofrece dudas en cambio su
colaboración en la iluminación de la desaparecida Muralla del Mar y sus
proyectos para la Societat Obrera Mataronina, grupo que va a la cabeza del
cooperativismo catalán.
De
lo proyectado en Mataró (fábrica, sede social, ciudad-descanso, etc.) sólo se
llevó a la práctica un quiosco y una sala de máquinas en la que utilizó como
sostén de la cubierta una serie de arcos parabólicos de madera.
Quizá
en el Park Güell, más que en ninguna otra construcción, Gaudí conjuga en sí,
salvando la especialización que ya ha pasado a ser una premisa de la elevada
tecnología constructiva, el carácter de escultor que modela los volúmenes, el
que transforma un árbol o la silueta de una mujer en una columna, del pintor
que cualifica las formas a través del cromatismo y la luz. Gaudí, además, como
un hombre de la Edad Media o del Renacimiento, es también el ceramista y el
forjador, no el arquitecto que proyecta, sino el hombre que crea sus obras, sin
duda ayudado por grandes colaboradores, como Jujol, que realizó las
decoraciones en cerámica de la sala dórica. Bajo este aspecto, Gaudí ha sido
considerado como reaccionario al no proyectar en aras de un futuro abandonando
cualquier relación con el pasado, y no rendir culto a la estética de la máquina
y del hierro, no trabajando para una nueva sociedad. Pero Gaudí entiende la
arquitectura como un camino de salvación para el hombre, el arquitecto no es el
ingeniero que diseña máquinas para vivir, es el hombre que intenta elevar a sus
semejantes al conocimiento supremo a través de la armoniosa y a la vez
fantástica ordenación del espacio, de los volúmenes, de las formas y del color.
En
1878 Gaudí obtiene el título de arquitecto y un año después proyecta la primera
obra importante, la Casa Vicens de la calle de las Carolinas en Barcelona,
después de realizar varios trabajos de segundo orden, como el proyecto de una
portada monumental para un cementerio y el de unas farolas para la barcelonesa
plaza Real, en las que demuestra ya su consideración por la naturaleza, al
concebirlas según las leyes de crecimiento de las plantas.
El
efecto general recuerda el estilo morisco, siendo ejemplos de ello la Casa
Vicens y el palacio Güell de Barcelona. En la fase siguiente, entre 1887 y
1900, Gaudí experimenta las posibilidades dinámicas de los estilos clásicos: el
gótico (Palacio Episcopal de Astorga y la Casa de los Botines de León) y el
barroco (Casa Calvet de Barcelona).
Entretanto
se construye la casa Vicens, el arquitecto se preocupa por el arte mobiliar y
envía a la Exposición Internacional de París de 1878 un proyecto de
escaparate-vitrina para una farmacia barcelonesa. A pesar de que el diseño no
despierta gran interés, atrae la atención de Eusebio Güell, conde,
terrateniente y avispado industrial, que a partir de entonces será su más fiel
cliente y admirador. Para el conde Güell, proyecta en 1882 un pabellón de caza
que debía de construirse en Garraf, al mismo tiempo que en colaboración con
Joan Martorell realiza un anteproyecto para la iglesia de los benedictinos de
Villaricos, en Cuevas de Vera (Almería).
En
esta época, el joven arquitecto es abierto, voluble, anticlerical; gusta de la
buena mesa y sigue la moda en el vestir. Su dandismo se manifiesta en su gabán
beige y en las botas altas que calza, elementos que dan un carácter un tanto
frivolo a su figura.
A
Gaudí no le faltan encargos y 1883 se convierte en el año crucial de su carrera
como arquitecto. Por una parte, un amigo del conde Güell, Máximo Díaz de
Quijano, le encarga la construcción en una villa residencial en Comillas
(Santander). Por otra, construye la finca Güell en el barrio barcelonés de Les
Corts y, a finales de aquel año, el día 3 de noviembre, acepta continuar los
encargos de edificación del templo de la Sagrada Familia en Barcelona.
Y
desde principios de siglo, la práctica arquitectónica de Gaudí pasa a ser algo
único, que ya no se puede clasificar con una nomenclatura estilística
convencional. Es el período en el que el arquitecto vuelca toda su potencia
expresiva en la Sagrada Familia, que incluso lo compromete y obliga más como
hombre religioso que como artista. Hijo de un calderero (durante toda su vida
sintió el orgullo del artesano capaz de doblar a voluntad el metal), estudió en
el colegio de los padres escolapios, asimilando quizá en aquellos años el
germen de un rigor moral que lo convirtió en un ser intransigente y solitario.
Fue,
evidentemente, un personaje taciturno y huraño que pasaba todo su tiempo
sumergido en el trabajo, que cada día se acercaba a la iglesia, prefiriendo las
largas conversaciones con unos pocos íntimos a las reuniones mundanas, y que
siempre iba tan desaseado y tan mal vestido que a veces, como se ha recordado
al principio, podía ser confundido con un mendigo. Por otra parte, y desde
luego por completo al margen de esas anecdóticas y pintorescas limosnas, Gaudí
necesitaba dinero, mucho dinero, para llevar adelante las obras de la Sagrada
Familia, el gran templo votivo que durante cuarenta y tres años —de 1883 a
1926, año de su muerte— fue el exclusivo fin de su existencia.
En
esta empresa gastó todo lo que poseía, conformándose con vivir pobre y
sencillamente, como un ermitaño; pero el dinero nunca era suficiente. Y ello,
en parte, a causa de su falta de previsión, por su modo de trabajar con
programas ilimitados, con intuiciones, arrepentimientos y muchos imprevistos
que hacían subir tanto los costos que perjudicaba a los que sufragaban los
gastos.
Pero
Gaudí no se preocupaba por esas cosas: la suya era una búsqueda ininterrumpida
en la que no podía ni quería aceptar en el trabajo plazos determinados.
Cuando
pasó a ser prácticamente su propio mecenas, no se avergonzó ni tuvo el menor
reparo en transformarse en una especie de postulante que pedía constantemente,
pues para él lo que se ponía en juego era importantísimo.
Como
tampoco le molestaba ser tildado de “snob” por la gente: para los conformistas
de la época (cada época los tiene) no era fácil admitir que un hombre de un
aspecto tan modesto pontificase con tanta autoridad o se permitiese exigir
ayudas monetarias. Para ellos un hombre tan mal vestido y desaseado no podía
ser más que un revolucionario o un visionario. Pero Gaudí continuaba
tranquilamente su trabajo.
Le
bastaban las conversaciones con sus colaboradores —tuvo muchos, y de talento,
que se pusieron a su lado sin pedir nada a cambio— o los raros encuentros con
visitantes excepcionales, como el filántropo Albert Schweitzer o el poeta Juan
Maragall Gorina, partidario entusiasta del resurgimiento catalán. Permaneció
siempre soltero y en los últimos años de su vida vivió completamente solo.
Durante
cierto tiempo tuvo a su lado a su padre y a una sobrina, pero cuando éstos
murieron fue atendido por dos monjas carmelitas de un convento cercano, que
después lo recordarían como una persona devota y amable. Una de sus más bellas
fotografías lo reproduce, ya con sententa años de edad, con un largo cirio en
la mano, mientras participa en la procesión del Corpus Christi.
Todas
las mañanas, antes de dirigirse a las obras se detenía en la iglesia de San
Felipe Neri, para oír misa. Hacia allí se dirigía, como de costumbre, la mañana
del 7 de junio de 1926 cuando fue atropellado por un tranvía: a consecuencia de
las heridas murió tres días después. siendo sus restos inhumados en la cripta
de la gran catedral inacabada.
Se
cerraba así, después de setenta y cuatro años, una existencia que había
transcurrido casi por entero dentro del horizonte de Barcelona, este horizonte
al que la piedad profunda y rica en fantasía de Gaudí caracterizó y modificó
definitivamente al levantar en él los increíbles pináculos de un templo que
había de convertirse en una especie de símbolo de la ciudad.