En
noviembre de 1827 desembarcó en el puerto de Buenos Aires el físico
italiano Octavio Fabricio Mossotti. Se hizo cargo de la cátedra
de Física de la Universidad de Buenos Aires y tambiénconsiguió
que le permitieran trabajar en la única torre que tenía entonces el convento de
Santo Domingo, en Belgrano y Defensa. Porque Mossotti tenía un
interés especial: el cielo. Por ese motivo, reunió instrumentos de meteorología
dispersos, los acondicionó y se instaló allá en las alturas para estudiar el
firmamento porteño. Incluso entusiasmó a Vicente
López y Planes, quien aprendió muchos secretos del espacio gracias al profesor
italiano.
A Mossotti
le debemos los muy buenos aportes a la meteorología local. Por ejemplo, fue el primero en medir con un pluviómetro la cantidad
de lluvia caída en la ciudad. Estudió el día solar con el fin de
calibrar mejor los relojes de Buenos Aires, ya que “la hora oficial” de
aquellos tiempos era la que marcaban los relojes en las torres del Cabildo,
primero, y de la iglesia de San Ignacio, luego (la falta de ajustes podía hacer
que el horario se retrasara hasta 16 minutos).Registró un eclipse de sol en
1833 y uno de luna en 1834. También dio cuenta del paso de
Mercurio delante del sol (el 5 de mayo de 1832), para envidia de sus colegas en
Europa, quienes tuvieron una jornada con nubes y se lo perdieron.
Además,
publicó algunas notas científicas en la Gaceta Mercantil y
en el periódico El Lucero. Era muy bien considerado
en los ámbitos educativos y culturales. Consciente de la importancia de los
registros, llevó dos copias de anotaciones meteorológicas. Cuando resolvió
abandonar Buenos Aires en 1835, preocupado por la efervescencia política, dejó
los dos cuadernos con esa valiosa información periódica. Gracias a él sabemos
la temperatura, la presión atmosférica y las lluvias que tuvimos en siete años.
Mejor dicho, lo sabríamos si no se hubieran perdido los dos
cuadernos que el extravagante científico e incansable observador nos legó.
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